No sabría decir
si mi corazón estaba roto. Realmente no sabía dónde quería ir, sólo estaba
segura de dónde no quería estar. No
quería volver a mi apartamento, ni entrar en ningún otro bar. No quería que
amaneciera, porque el día me haría sentir incómoda. Decidí confiar en mis pies,
que me condujeron hasta un parque desierto, olvidado incluso por los borrachos.
Contemplé desde la balaustrada de piedra el río y las luces de la parte baja de
la ciudad. Permanecí así durante un tiempo que no puede medirse con las agujas
de un reloj. No hacía frío, ni calor, era el estado perfecto, en armonía con un
corazón que ya solo latía por costumbre. Me sentía gris. Una capa de plomo se
aferraba a mis costillas, asfixiándome lentamente, día a día. Tenía el alma
enferma, oía los gritos de auxilio que profería mientras me arañaba las
vísceras, a punto de expirar.
Deseé con fervor que alguien me
interrumpiera en aquel momento. Una mano sobre el hombro, o un susurro que
acariciase mi oreja. Tan fuerte era mi anhelo que sentí la adrenalina quemar
mis venas, y hasta la cuchillada de unas pupilas clavadas en mi nuca.
Me giré. Nada. Allí no había nadie,
como siempre. Respiré hondo para tranquilizarme, y me percaté de que la presión
que asfixiaba mi corazón se había aligerado un poco. El miedo me había hecho
salir por un momento de mi sepulcro de plomo. Durante un par de escasos
segundos había vuelto de nuevo a la vida.
No había nada más que la ciudad
pudiese ofrecerme aquella noche. Cada uno de mis pasos resonó mientas emprendía
el camino de vuelta a casa.
Sólo el correr del río ya ofrece bastante, y más de noche. Todo depende de lo que uno busque.
ResponderEliminarPlomo, estertor, hilvanar, cenizas..., tienen tus textos unos recursos que, antes que ser repetitivos, dotan tus escritos de una visión particular homogénea que se agradece.