Páginas

martes, 31 de marzo de 2015

En un instante, en un lugar

Hay gente que no cree en las casualidades, que está convencida de que todo sucede por alguna razón. Otros creen que el mundo se rige por el más puro, absurdo y caótico azar. En realidad, ni yo misma sé en lo que creo, aunque si tuviera que hacerlo, apostaría que el futuro es esa "equis" que despejas en la ecuación, una vez que has puesto en juego todas tus decisiones. No lo sé. Nunca sé nada. Pero bendigo todas y cada unas de las ínfimas casualidades, de los pasos que me hizo dar el destino y de mi férrea decisión de darte aquella noche la mano, que hicieron que en un instante y en un lugar, tus labios conocieran mis labios. 

Lluvia

Un día me di cuenta de que siempre llovía sobre la ciudad de mi alma. De que los edificios permanecían fríos, y poco a poco se consumían, erosionándose por la voracidad de las aguas. No podía evitar ser así, pero tampoco quería ser de ninguna otra manera. Ser feliz y efímera, como el resto del mundo, supondría el alto precio de renunciar a mí misma, de mutilar mis pensamientos y rasgar esas emociones que se me cosen a las costillas con hilos de plomo. Todo a mi alrededor se me antojaba un espectáculo de fantoches, un baile de lenguas viperinas en el que no pensaba participar. Estuve sola mucho tiempo, pero al menos me acompañaba la certeza de que, aunque torpe e inocente, seguía siendo auténtica.


domingo, 22 de marzo de 2015

Cuando el alma se tropieza

Es de día y todo está bien. El mundo sigue su curso, ¿no? Siempre hay un lugar al que ir, alguna tarea que olvidar o reemplazar por otra actividad menos productiva, menos necesaria y más importante, y mil distracciones espontáneas. Llenas tu horario, creyendo que así se completa también ese vacío incómodo y persistente. Comes, ríes, parloteas y gruñes. El azúcar se disuelve en el café porque aún es pronto para la amargura. Las páginas de un libro ansían un poco de luz, y lo rescatas de la celda que comparte con el maquillaje, los bolígrafos y esos objetos inútiles que eres incapaz de tirar a la basura. Tu mente es ahora fuerte para rechazar los pinchazos. Al fin y al cabo, el dolor no es tan importante.
No mires ahora por la ventana. La luz ya se difumina, el emperador Sol ya no es capaz de seguir sosteniendo tu alma. Se acerca la penumbra, lo sabes, y con ella los estertores. Y tu piel recuerda el tacto de unos labios allí donde no debieran estar.

Sepulcro


                No sabría decir si mi corazón estaba roto. Realmente no sabía dónde quería ir, sólo estaba segura de dónde no quería estar.  No quería volver a mi apartamento, ni entrar en ningún otro bar. No quería que amaneciera, porque el día me haría sentir incómoda. Decidí confiar en mis pies, que me condujeron hasta un parque desierto, olvidado incluso por los borrachos. Contemplé desde la balaustrada de piedra el río y las luces de la parte baja de la ciudad. Permanecí así durante un tiempo que no puede medirse con las agujas de un reloj. No hacía frío, ni calor, era el estado perfecto, en armonía con un corazón que ya solo latía por costumbre. Me sentía gris. Una capa de plomo se aferraba a mis costillas, asfixiándome lentamente, día a día. Tenía el alma enferma, oía los gritos de auxilio que profería mientras me arañaba las vísceras, a punto de expirar.
            Deseé con fervor que alguien me interrumpiera en aquel momento. Una mano sobre el hombro, o un susurro que acariciase mi oreja. Tan fuerte era mi anhelo que sentí la adrenalina quemar mis venas, y hasta la cuchillada de unas pupilas clavadas en mi nuca.
            Me giré. Nada. Allí no había nadie, como siempre. Respiré hondo para tranquilizarme, y me percaté de que la presión que asfixiaba mi corazón se había aligerado un poco. El miedo me había hecho salir por un momento de mi sepulcro de plomo. Durante un par de escasos segundos había vuelto de nuevo a la vida.


            No había nada más que la ciudad pudiese ofrecerme aquella noche. Cada uno de mis pasos resonó mientas emprendía el camino de vuelta a casa.